Flotan, en la espuma blanca, el polvo y las mosquitas muertas. Tadeo las mira con ojos angustiados mientras suena en la radio la versión salsera de Amigos No Por Favor. “Qué bella canción...”, murmura don Oswaldo y se toma la cerveza de un solo trago.
Ese fue el último dia de Tadeo en Iquitos. A la noche, volaría desde la selva amazónica hacia la selva de piedra. Tadeo extrañaba las duchas calientes, la luz eléctrica, el agua potable y todas esas maravillas de la civilización moderna que tardaban en llegar a la cabaña del bosque donde había pasado las últimas dos semanas.
Con la mochila a la espalda, Tadeo volvía caminando del centro a buscar sus cosas en la cabaña cuando se cruzó con don Oswaldo y su viejo. Los dos se reían y tomaban cañazo apoyados en su mototaxi. “Hello amigo! Tómese un trago!” gesticuló mucho Oswaldo, creyendo que ese tipo blancuzco y barbado sin duda solo hablaba inglés. “Dale, hermano. Gracias!”, exclamó Tadeo y brindó con los señores. Por algunos minutos charlaron, entre vasitos de aguardiente, sobre los viajes, los padres, los hijos, la vida y los mototaxis.
Después de bajar media botella, Tadeo se despidió y ya iba siguiendo camino cuando lo detuvo don Oswaldo. “Espérate, lo llevo en el mototaxi! Igual voy para ese lado”, dijo, mientras arrancaba con el motor insoportablemente ruidoso. "Pero llevo a mi gallina en el asiento, asi que tendrá que sostenerse parado en la parte trasera.” Tadeo nunca lo dudó, se agarró de las cañerías y saludó al viejo padre de Oswaldo que se quedaba en la casa. El mototaxi disparó y salieron a los saltos por el tortuoso camino de tierra seca.
Llegaron a la casa y bar de don Juán, de donde salía el sendero hacia la cabaña. “Antes que usted se vaya, le invito una cerveza!” dijo don Oswaldo. Tadeo todavía tenía tiempo hasta el viaje, entonces aceptó y se sentaron en una mesa. Oswaldo pidió una botella de Pilsen y saludó al padre de don Juán, el patriarca de la casa, un viejo con edad suficiente para decidir no levantarse nunca más de su banquito en la varanda. Don Juán llevó las cervezas tibias a la mesa mientras su padre, sin jamás levantarse del banquito, corría su short al costado y meaba en un frasquito para luego arrojarlo a la calle de tierra sin mirar. Don Juán sacó dos vasitos de una repisa polvorienta y, sin lavarlos, los llevó a la mesa. Sin pensarlo dos veces, Oswaldo abrió la botella y los llenó de cerveza espumosa.
Flotan, en la espuma blanca, el polvo y las mosquitas muertas. Oswaldo no las ve, o, más seguro, no le importa. Se traga todo el vaso y vuelve a llenarlo. Tadeo todavía mira su vaso y sufre. Como extraña la luz eléctrica, las calles rectas de asfalto, los inodoros de porcelana blanca, la espuma perfumada del detergente en la esponja que lava los vasos brillantes. Oh, la civilización! Tadeo cierra los ojos y respira hondo. Con determinación y bravura, se traga de una sola vez toda la elegancia, la civilidad, la cerveza y las mosquitas. Pone el vaso en la mesa y Oswaldo lo vuelve a llenar. En ese momento, tal vez por efecto del calor o de las moscas, Tadeo se da cuenta: como extrañará la Amazonia.